lunes, 3 de marzo de 2014

LA MARIPOSA







 Las últimas nieves del invierno desaparecían con intolerable rapidez. Un enjambre de nubes en el horizonte se cernía sobre  aquella mañana de primavera, mientras una ventisca creciente amenazaba la tranquilidad del momento. Entretanto, los excursionistas aprovechaban el más mínimo rayo de sol, ávidos por reencontrarse con la Madre Naturaleza. El aroma de la barbacoa se extendía a lo largo del valle.

 -¿Cómo la quieres? Dijo la mujer.
  -Te he dicho miles de veces que la quiero casi cruda.
 Aquella respuesta en un tono contenido bastó para que H. inclinara la mirada y continuara su labor.
 Aunque nunca había llegado a la agresión física, sus constantes amenazas le hacían preguntarse a menudo qué había visto en aquel hombre de maneras groseras y de instinto agresivo. Su corpulencia- sobrepasaba los dos metros de altura y los 170 kilos de peso- no ayudaba en absoluto a encontrar una respuesta. No se trataba precisamente de un cuerpo atlético y bien formado ya que las largas jornadas cortando leña lejos de su familia, no le habían definido la musculatura.
 Tampoco era Ulysses Evergreen un hombre atractivo; la cicatriz congénita que atravesaba su ceja y cegaba parcialmente su ojo izquierdo, cruzándole la cara desde la frente hasta la mejilla, se hubiera dicho producto de una bronca. Le confería un aspecto siniestro del que él parecía disfrutar cuando descargaba uno de sus roncos rugidos  a alguno de “sus” familiares. 
 Sin embargo, los rumores claramente malintencionados sobre su carácter irascible, no  podían demostrar que él fuera el responsable de enviar a un chico al hospital tras una disputa. Claramente, estaban destinados a mermar su honorabilidad y buen nombre que había acuñado tras largos años de duro trabajo. Claramente, la incompetencia de aquel tarado imberbe en el manejo del hacha había provocado el lamentable accidente.
 Quizás tuviera un carácter independiente (jamás había aceptado las órdenes de nadie) o quizás no fuera el padre más cariñoso del mundo,  pero nadie podría decir nunca que no había puesto todos los días de su vida un plato de comida en las inquietas manos de su pequeña familia.
 Su padre, artista de profesión, no trató en ningún momento de torcer su natural inclinación hacia la caza. A pesar de su amor por los animales siempre lo apoyó aunque nunca comprendió de quien había heredado aquellas aficiones. La amada mujer del pintor, al que había alentado incondicionalmente desde sus inicios y en la que confiaba plenamente, nunca jamás le habría dado razones para dudar de su fidelidad, a pesar de aquella situación anómala. Ésta, una vez superada la larga convalecencia del parto aceptaría el “desafío” con maternal generosidad y se entregaría a su “tarea” con testaruda paciencia.



Ocelos: Mancha redonda en las alas de algunas mariposas que imitan a los ojos de las aves rapaces... 

 El hijo de Ulysses,  perdido durante horas en algún lugar de la montaña, corrió hasta la mesa con gran excitación. En sus manos un ejemplar de mariposa desconocida  para ellos.
  -¡Papá, papá, mira que bonita!
  -¡Déjame en paz, niño!, ¿No ves que estoy comiendo?- expetó el padre mientras luchaba con el descomunal bocado.- La sangre del formidable trozo de carne corría por sus dedos.
...que capturan a las aves que devoran a dichas mariposas.
  -Pero papá, esta no la tenemos; ¡qué pasada!.
 El pequeño demandaba con mirada suplicante la atención del padre. Esos grandes ojos azules recordaban a los  de su madre, con menos ojeras y con menos arrugas varios años atrás. El cazador hubiera deseado un digno sucesor, pero su mujer, “seca” desde su último aborto, no le había podido proporcionar más que una patética caricatura de sí mismo.
 El tiempo había sido indulgente con H., en la medida de lo posible.  La supuesta delgadez extrema y la fragilidad de su corazón no eran sino extravagancias de los matasanos, que siempre andan alborotándolo todo y que en una mente débil como la suya encontraban suelo fértil para la hipocondría. Incluso él había sufrido los desvaríos de esos chamanes con bata. Que si tiene usted que adelgazar, que si pasa muchas horas de pie, que si esa rodilla le pasará factura tarde o temprano. ¡Polladas!
 Una furtiva mirada delató la fascinación que sentía por esos bichos.  ¿Cómo podía seducirle esa mariconada?, ¿Que renglón del orden natural de las cosas se había torcido para pasar días enteros acechándolas desde el interior de su cabaña?, ¿Por qué inculcar a su hijo esa memez cuando podría enseñarle a cazar como a los hombres? Claro que, hasta ahora, la nenaza tampoco había mostrado mucho interés por la verdadera caza, disfrutando únicamente del afectado pasatiempo. Sorprendentemente, a sus doce años de edad no había sido capaz de dar caza ni a un triste lobo en alguna de sus solitarias incursiones en Montana, mientras que él ya lo había logrado a una edad mucho más temprana.


 Había algo familiar en aquella mariposa atrapada por el jovencito. Quizás su color negro -que le ayudaría a absorber más rápidamente la luz del sol-; quizás las escamas largas y peludas que cubrían su cuerpo para retener el calor; quizás aquellos ocelos amarillentos, dibujados en la parte inferior de las alas con un punto negro en su interior. En cualquier caso, la envidia por haberla atrapado su hijo iba en aumento. Agarró el caza- mariposas bruscamente y observó con aparente desdén los vanos esfuerzos del animal por liberarse. No podía creerlo. ¡Una belleza así jamás había sido vista por él! El brillo en sus ojos no podía simularse. En sus largos años buscando esas “damiselas” (que se remontaban hasta donde alcanzaba su memoria) nunca antes había visto un espécimen  de esa hermosura, ni recordaba haberla visto en catálogos o colecciones. ¿Sería esta la mariposa ansiada durante tantos años?, ¿Sería la joya de la corona que cerraría definitivamente su colección?

 Con insospechada  torpeza asió un tarro preparado para la ocasión y  sus temblorosas manos lo destaparon tras varios intentos. Seguidamente, bajo la incrédula mirada de su familia (que nunca lo había visto en aquél estado), introdujo el animal en el recipiente con una prudencia y un tino desconocidos en él. Una sonrisa estúpida asomó a su cara desencajada. El cazador, orgulloso, alzó el tarro  a modo de trofeo, mientras una ventisca que surgió de entre las nubes  rodeó a la familia por unos instantes, bajando del tempestuoso  cielo en forma de tornado.

Entretanto, el animal, inmóvil en su prisión, asistía impasible al espectáculo. Parecía aceptar la  derrota con estoica serenidad. El hombre, absorto por “su hazaña”, permanecía indiferente a los acontecimientos, ante la atónita mirada de su esposa, que no se explicaba nada de lo sucedido. Después de todo, los tornados eran infrecuentes en aquellas tierras. Cierto que de pequeña pudo divisar uno de enormes proporciones a muy larga distancia[1], pero el fenómeno era más bien escaso en la zona, y además, no comprendía que tal suceso de naturaleza salvaje hubiera azotado el lugar sin causarles el menor rasguño. 
Una pesada lluvia se precipitó sobre los excursionistas, dando fin a la accidentada mañana.




[1] En julio del año 1987 un tornado devastador que alcanzó más de 300 Km. / hora arrasó parte de
Yellowstone, arrastrando consigo gran cantidad de árboles.






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